lunes, 9 de noviembre de 2015

DANI ROVIRA O EL DISCRETO ENCANTO DEL “HUMOR BLANCO ROTO”



Ver a Dani Rovira en “Ocho apellidos vascos”, una de las películas más taquilleras en la historia del cine español, y apreciar su trabajo como comediante de stand up, nos permite advertir la unidad indivisible de la persona escénica. 
Arriba del escenario y en la pantalla, Rovira es el mismo, como el mismo sería Cantinflas si se hubiese dedicado a monologar, o Luis Sandrini o –en un caso más cercano al soliloquio- Niní Marshall, que camaleónica como era, no dejaba de lado su impronta al componer a Catita o Niní en el cine y a su cantera de personajes en su unipersonal “Y se nos fue redepente”. 



La persona escénica, esa impronta intransferible, es, según este analista, una conjunción de género, clase, nacionalidad, punto de vista, lengua, historia y todos los etcéteras en los que un ser humano puede desarrollarse y sobre los que puede aupar su existencia. Eso incluye también su respiración, sus muletillas, sus sobreentendidos, su sanata (ver a Fidel Pintos y Cantinflas para entender este aspecto), sus quiebres y silencios.
No es fácil desarrollar una persona escénica, concepto a veces inasible, cercano al estilo, la poética y la musicalidad del cuerpo. En este género, en el que lo mental lucha a brazo partido con el cuerpo, en el que la palabra disputa espacios a la improvisación, no es nada fácil hacerle un lugar a eso que en definitiva somos, pero que, como en todo arte, no deja de ser artificio. Qué queremos decir con esto, que la persona escénica no es pura intuición ni espontaneidad. La persona escénica surge de un trabajo en el que vamos siendo concientes de nuestros recursos, de cómo y con quiénes conectar nuestro mensaje, trabajo desde el que luego, como un monigote armado sobre el papel, iremos definiendo líneas hasta darle a ese personaje rasgos únicos e intransferibles. 

UNA DIGRESIÓN DIDÁCTICA
Nos hemos cansado de ver, al menos por aquí, los que clonan una persona escénica. En mi galería de aborrecibles hay dos que surgen enseguida en la memoria: el torpe que habla a media voz, tímido, inseguro e infantil, o el arrogante provocador (para reconocerlo, se suele tomar del pie del micrófono mientras le habla al público con cierto desgano y aire perdonavidas).
Está claro que si las personas escénicas se reducen a dos, entonces  esta idea previa de la persona escénica como algo único no existiría, y que si diez, veinte o cien tienen la misma, entonces, una de dos: o el mundo se masifica peligrosamente o hay algunos que se pegan una persona escénica como un tatuaje (sospechamos que deben ser los mismos que cumplen los mismos pasos en este “negocio”: fan page en Facebook, tarjeta de “comediante” y monólogos en los que se alude mayoritariamente a dos aspectos del mundo: drogas y masturbación).
La idea de encontrar tu “clown” que algunos profesores del género alientan, nos servirá aquí para hablar de persona escénica, que en definitiva es eso que muy interiormente somos (pero que a veces ni nosotros descubrimos, y que por ser absolutamente original, es atractivo). Eso que expuesto al público con absoluta sinceridad y vulnerabilidad (no confundir vulnerabilidad con fragilidad; vulnerable aquí es alguien expuesto sin escudos afectivos, sin armaduras psicológicas; eso en definitiva que tan poco se ve en el stand up hecho por aquí), da por resultado un ser humano genuino y un artista cabal arriba del escenario. Eso que vemos en Dani Rovira. 

“NO SOY EL MÁS GRACIOSO, NI TENGO LOS MEJORES TEXTOS NI EL QUE MEJOR MANEJA LA CORPORALIDAD”
Citamos  a la que te criaste las palabras de Dani Rovira en el reportaje (ver a la derecha) que le hace Iñaki Gabilondo (sí, el entrevistador tiene el nombre fantasía que usa el personaje de Rovira en la cárcel y el primero de los ocho apellidos vascos que inventa en una de las escenas más celebradas del filme).
Y es tan acertado lo que dice, como lo que suelta a continuación: “creo que la gente ve arriba del escenario a alguien carismático y genuino”. Es así, cuando uno ve a Rovira, le puede gustar más o menos, pero no puede dejar de rendirse ante la potencia de su verdad.
La primera vez que lo vi haciendo un monólogo me costó entender de qué iba esa persona. Algunos chistes me parecieron obvios o flojos, y estuve reticente a la risa. Al segundo monólogo, advertí que ese tipo era lo que mostraba, que no había fisuras, que se divertía haciendo eso, y que era dueño de un estilo que él define sabiamente como “humor blanco roto”. Todo lo que sale de su boca parece dicho por un niño, por lo juguetón y antojadizo (en dos monólogos por lo menos habla de la gracia que le causan las palabras “Villanueva del Trabuco” y “gnochis”) pero no es una invención, no es una impostura. Es él.
Ese humor blanco roto le permite referirse a cuestiones que a priori provocan rechazo como los pedos o la mastubación, y convertirlos en accidentes o percances näives.
Para muestra, el siguiente video, en el que el buen observador podrá advertir que el pedo no es una mención escatológica y sin inspiración, sino una piecita dentro de un monólogo que no brilla por su originalidad (la situación más arquetípica y transitada, una primera cita, es convertida en hallazgo que brilla con estilo propio, porque ha pasado por el tamiz de su persona escénica, y así, la chica de la cita, sus avances, que él decodifica como un párvulo hasta en las reacciones corporales con que los cuenta, y –otra vez- el juego sobre la palabra –en este caso, “extásiame”- se transforman en un monólogo personal y gracioso).
A veces  vuelvo a mirar sus monólogos (últimamente muy seguido, porque lo sigo con esa devoción que consiste en adivinar cómo funcionan) y me digo “no me puede hacer reír con esto”, y luego, me rindo a su arte. Entonces advierto que ese niño grande que trata de estafar con invenciones ingenuas (la idea del “zooilógico”) o ese andaluz enamoradizo capaz de ir a Euskadi y convertirse en “aberchandal” son el mismo tipo: un pillo con salero pero con inocencia, un tierno, torpe e ingenuo al que el mundo lo supera permanentemente, pero que, laboriosamente, como el buen clown, no duda en enfrentar.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Stand up, parripollo del humor, mercado libre de la identidad (II)

Recalculando
Vayamos atrás. A la televisión en blanco y negro, a las tertulias de los viejos, a la seriedad de los presentadores de los noticieros. Gomina, corbata, apretón de manos. Esa era la época.
Había un lugar para el humorista: el café concert, el teatro de revistas, el programa de humor.
Hoy es difícil saber dónde está el humor, y es muy complejo reconocer qué programa es humorístico, porque el humor se ha “derramado” en todos. Los cocineros son expansivos y gritones, los meteorólogos son festivos, los presentadores son cómplices del espectador, los programas de chismes son en sí mismos una amalgama de géneros humorísticos degradados: algo de sainete, un poco de los excesos del melodrama, revista y varieté. Hay un capocómico, una partiquina que varía, dos o tres clowns con una persona escénica definida, y a veces hasta todo puede terminar como la pelea semanal de “Polémica en el bar”.
Vayamos atrás. Hace 40 años ser chispeante o ingenioso, no era determinante en la vida de relación. La solemnidad, la gravedad o la discreción eran valores que tanto para un trabajo como para un vínculo, eran bien vistos y recibidos. “Pasarse de vivo”, “ser canchero”, o simplemente ser un bromista consuetudinario, no se aceptaba así de fácil.
Entiéndase que lejos está de nuestra intención glorificar ese pasado, sino confrontarlo a esta etapa en la que el humor se adhiere a todo.  
Es que, como ya dijimos, la posmodernidad trae un espíritu liviano, jovial, juguetón. Y ese es el estilo de humor que prevalece. Una suerte de música funcional que permanentemente adorna la vida, le da estilo a los sujetos, alivia o adormece la realidad. Es, dentro del “mundo líquido” que define Zygmunt Bauman, que se desarrolla este humor, algo pasajero, algo liviano, algo referencial. Muchas generaciones se han criado escuchando en las FM esas “consignas” apegadas a la vida cotidiana de los sujetos de clase media urbana, charlas jaspeadas de chistes que no llegan a serlo, y que extractados de ese contexto, pierden toda gracia en cuestión de horas. Eso, suponen, es el humor posible.
El formato de un tuit o un muro de Facebook son lenguajes que se aprenden rápidamente, la gramática visual para elaborar un vídeo y que se viralice, está al alcance de cualquiera. De ahí en más, se concluye que esas destrezas permiten dominar el lenguaje humorístico.
El stand up es un género que precede a esta tecnología, pero aquí, y en otros lugares en donde no se desarrolló previamente como industria y arte, acaba siendo su hijo bobo. En su enunciación, se cruzan ecos autorreferenciales del blog, de Youtube, Twitter y Facebook, y así, lo que era iconoclasta se convierte en superficialmente provocador, y lo que era profundamente crítico en un berrinche adolescente.  
El público, de todos modos, no está perdido. Cuando se lo interpela con un discurso humorístico consistente, profundo y elaborado, reacciona positivamente (incluyendo a los que se criaron en la cultura antes descripta); el caso es que para los que han decidido convertirse en “cultores” del stand up, la decisión está tomada: entre confeccionar 10 o 20 minutos mediocres que pueden repetirse durante años y el largo camino de la perfección artística, la opción es simple, y es que este individuo parece decirnos desde el escenario: “rápido, necesito una identidad de humorista que cambie mi vida, necesito sus risas y sus aplausos a como dé lugar. Dadme un flyer y moveré al mundo”.
En el campo del stand up, el número, la mayoría, vuelve engañosamente homogénea la realidad. Que por facilismo, los mediocres se alineen y defiendan entre sí, no significa que se impongan. Como ya quedó dicho, hay un público creciente que rechaza esta modalidad, y algunos interesados en desarrollar un genuino lenguaje humorístico que descolonice al stand up de las redes sociales y los medios masivos. Como todo campo (Bourdieu) habrá una lucha por la legitimidad. Ellos cuentan con la complicidad mutua y la amplificación de los mismos medios que usufructúan un lenguaje posible de insertarse en cualquier formato televisivo o radial con la suficiente liviandad. De esta vereda está la necesidad de elaborar una disciplina artística. De aquel lado, la necesidad de adoptar una identidad como quien se pega una calcomanía sobre la la piel. De aquí, la búsqueda humorística, profunda, lisa y llana. 
“Ahora son todos comediantes”
Así dice Bart en el capítulo 88 de la quinta temporada -“Filosofía bartiana”- cuando todo Springfield decide imitarlo y ser tan irreverente e iconoclasta como él. La ciudad entonces se desquicia porque la transgresión es la norma. Precisamente, la función del humor es la transgresión, es el mensaje agrio que nadie quiere dar, es el trabajo del bufón, al que se le permite decir lo que el resto no puede o no debe. En este caso desde el lugar del monstruo, el que, siguiendo la etimología de la palabra “muestra” eso que está oculto.
Ahora bien, en la posmodernidad, si todos son comediantes, nadie lo es. Si todo mensaje comunica una transgresión, entonces ningún mensaje transgrede.

Nótese la cantidad de “cultores” del stand up que tienen a la marihuana como tópico (es curioso, ninguno trae la experiencia de otras drogas). En ningún caso hay un planteo que enuncie una transgresión, que confronte, sino una celebración del uso de una droga módica. Esa mención (“ayer estuve fumando un porro”) es suficiente para someter al público a una identificación inmediata y liviana. Hay una forma de la transgresión (“estoy fumando una droga prohibida”) pero no una transgresión, hay una alusión, pero no se transita ningún argumento a favor o en contra, ni se profundiza sobre los aspectos sociales del consumo y su comercio.  
La mención dirigida a un público que es idéntico al que está arriba del escenario, sin que medie siquiera una elaboración humorística, iguala al espectador y al "cultor", lo que hace posible que en un par de meses, aquel que está sentado pretenda el mismo lugar del que tiene el micrófono. Y es que en un mundo donde cada cual tiene su propio reality, todo es escena. 
El stand up, nacido aquí en medio de este contexto, sufre entonces esto que parece ser una enfermedad infantil. La pregunta es ¿se curará? (Continuará)

sábado, 5 de septiembre de 2015

Stand up, parripollo del humor, mercado libre de la identidad


Es una noción repetida: el stand up pasará como los parripollos y las canchas de paddle, un negocio de época, una oportunidad explotada hasta el hartazgo, el veranito en la vida de algunos aventajados que “la vieron venir” y no dudaron en sumarse a la ola.
A juzgar por la calidad promedio de sus “cultores”, su masificación le ha dado un prestigio inmerecido. Es visiblemente mediocre, pero no obstante, por su carácter de moda y novedad, no parece conveniente prescindir de él.
Se volvió entonces una marca registrada, una franquicia a la que nadie quiere renunciar. En distintos afiches puede leerse: “Comedia y stand up”, “personajes y stand up”, “el mejor stand up musical de Buenos Aires”; como si fuera el nutra sweet, el componente no debería faltar en ningún producto cómico de la ciudad.
Se lo asocia con lo joven, con lo desfachatado, con una suerte de contracultura light y descafeinada, porque el incipiente mercado que lo define y explota ha querido que sea así. Un comediante de stand up, uno de los primeros, si no el primero que inició el formato, me confesaba una vez: “Creen que el stand up es algo para menores de 40 años, por eso a mí me invitaron (la invitación era a un programa de cable de alcance continental ya desaparecido) a manera de homenaje y me disfrazaron de joven con una camisa floreada”.
Ese estilo y esa forma lo vuelven inaprensible para algunos espectadores, que por un lado, se sienten ajenos al fenómeno (porque realmente el fenómeno los deja afuera), pero por el otro, no terminan de entender si eso es realmente gracioso o a ellos se les pasó inadvertida su gracia.
Otros espectadores han dado su veredicto. Los más cercanos al teatro lo aborrecen, en general con razón. Los mismos cómicos, más o menos tradicionales, adhieren a esta posición: tanto Capusotto como “Sin codificar” lo parodian, destacando el facilismo de plantear una identificación obtusa con el público (el "¡Es tal cual!" que grita Capusotto) o los clichés en el decir y el vestir que se remarcan en el programa conducido por Korol.
Los “cultores” no parecen advertir estas críticas: impenetrables al fracaso, parecen haberse cerrado en círculos lo suficientemente sectarios como para ejercer desde ellos la autocomplacencia y la congratulación mutua. Y si las críticas de otros cómicos los rozan, las reinterpretan o abren una fisura de autocrítica: lo que dice Capusotto es cierto, pero no son ellos los destinarios de ese ataque.
De esta manera, el fenómeno sigue: cada año se suman más “cultores” y los espectáculos se multiplican. Se entiende que estamos en Buenos Aires, la ciudad con más obras de teatro en la cartelera mundial, pero de ahí a que sea la ciudad con mayor cantidad de humoristas del planeta parece haber un trecho grande.
Lo que va quedando claro es que el stand up no es un fenómeno artístico (no hay una masiva cantidad de espectadores deseando ver a un comediante determinado, ni hay muchos productos de real valía artística) sino social (hay miles de “cultores” ansiosos por subirse a un escenario y mostrar lo suyo a como dé lugar).
Analicemos entonces las raíces que pueden explicarnos este fenómeno social.

Valor social del humor

El humor es social y por lo tanto, histórico. Es decir, no es lo mismo el espíritu humorístico de la Edad Media que el posmoderno. Y no cumple la misma función social el primero (que básicamente consiste en “carnavalizar” esa sociedad, generar las condiciones para que lo culto y lo bajo, lo plebeyo y lo aristocrático, se miren y entrecrucen) que este último.
El humor, entonces, responde al espíritu de cada época.
Vivimos en un momento particular en la historia de la humanidad: cada persona hoy puede llegar a millones por un golpe de suerte mediático: un tuit o una viralización afortunada pueden significar la fama o, por el contrario, el ostracismo.
Los muros de Facebook se han convertido en realitys, y cada nueva tecnología de la información no es solo una herramienta, es una forma de construir la subjetividad.
El sujeto entonces se construye a través de mensajes en los que el humor es un valor agregado.
Si vamos a definirnos en 140 caracteres, tienen que ser lo suficientemente irreverentes, sarcásticos y punzantes como para “cachetear” a nuestros lectores y dejarlos pensando o riendo.
El humor es tiempos de la posmodernidad es entonces una estrategia, una herramienta, un fin, una cualidad.
Y si no se la tiene, un taller de stand up parece ofrecerla por un precio muy bajo.

Cuatro meses, un sueldo, y la posibilidad de ser cómicos para toda la vida.  (Continuará)